Con mis amigos de la universidad tenemos un regalo grupal, donde se cumplen todos nuestros deseos. Para mi cumpleaños del año pasado, el regalo que me dieron fue una maquina para hacer pan, envuelta en papel blanco llego la maquina.
Seguramente piensan que es muy fácil hacer pan en maquina y es cierto, porque no hay que estar amasando ni preocupándose del horno. Lo que se vuelve un poco más difícil es darle al clavo con los ingredientes, su combinación y si quiero cambiar las recetas tengo que equilibrar las medidas.
Al final decidí montar un negocio de pan, que vendo a veces (falta un ingeniero comercial que me ayude con un plan de negocios). El tema es que me encanta hacer pan. Todos los viernes cambio mi delantal de profesora por uno de cocinera y voy mezclando ingredientes, probando recetas nuevas y comiendo.
Por eso hoy día que hice un pan de aceitunas y otro de tomate y orégano, me acordé de cuando debía hacer pan sin la maquina. Dejo la receta.
Pan blanco y base para mezclar con muchos ingredientes (orégano, aceitunas, tomate, cebolla)
- 270 ml de agua tibia
- 380 gr de Harina sin polvo
- 1 y 1/2 cucharada de levadura
- 1y 1/2 cucharada de azúcar
- 1 cucharadita de sal
Lo primero que hago es mezclar con muy poca agua la levadura y el azúcar, y espero a que aumente su tamaño.
Luego pongo el agua tibia en un bol y agrego la harina de a poco, amasando un poco, le voy echando también la levadura y la cucharadita de sal. Amaso por 10 minutos (sirve para sacar músculos). Si la mezcla está muy líquida agrego un poco más de harina. Luego en una lata de queque alargada pongo la masa y la tapo con papel alusa plastic por 1 hora y media para que suba más o menos un 50% de su tamaño anterior. Tiene que quedar en un lugar templado.
El horno se prende al máximo y cuando se mete el pan se baja a temperatura media (180°). En el horno debe estar entre 30 y 45 minutos, hay que ir mirando que se arme la costra.
Es mucho más difícil que la máquina, pero igual de rico!
Hace un par de semanas leí un artículo de Mikel Lopez Iturriaga, el
comidista, para elpaís.com acerca de la revolución silenciosa que estaba
haciendo desde mi cocina. Si, porque según el autor, el solo hecho de cocinarle
a la gente que quiero es un acto revolucionario.Yo que pensaba que mis épocas
de revolución se habían acabado junto con la universidad, me entusiasmé tanto
con la idea.
La verdad es que cocinar creo es el acto más sensato que uno puede tener
para demostrar cariño y afecto a las personas que queremos. Por eso me acordé
de todas las veces que había cocinado. Recuerdo mi primer queque cuando mi
abuela me regalo el libro de cocina "aprendiendo a cocinar". También
me acuerdo de cuando cocinábamos con mi hermano comidas románticas a mis papás.
Hacíamos canapés de pan de molde con mayonesa. Recuerdo el desastre que fue la
primera vez que le hice una salsa de tomates a un niño que me gustaba a los 14
años (tenía gusto a tomate quemado). Me acuerdo la vez que un tipo que
claramente estaba coqueteando conmigo me preguntó cuales eran mis aliños
favoritos y yo caí rendida, fue la mejor forma de conquistarme. Me
acuerdo de las primeras veces que hice pizza, de como después por pena no pude
hacerla durante casi un año. De cómo mi mamá insistía en que a los hombres se
los conquista por el estómago y yo me daba cuenta que no bastaba con eso cuando
noté que Diego se arrancaba habiéndole yo cocinado mis mejores platos.
Hace un tiempo entre en razón, llevo años tapando un oficio porque
lo encontraba doméstico, machista y poco revolucionario, incluso a veces de
élite. Pero lo que pienso ahora, es que es todo lo contrario. Es un acto noble,
donde todos los días me siento más humana porque estoy realizando una actividad
que data de una antigüedad incalculable. Porque paro a pensar un poco y salgo
de lo rápido que pasa todo hoy día. Porque también me niego a comer en el
McDonald o una sopa en sobre (no es que nunca lo haya hecho) y me dedico a
inventar recetas con los ingredientes comprados en la feria. Pero me siento más
humana porque es algo que me gusta compartir y porque me recuerda lo intuitiva
que soy.
Le regalo comida a la gente que quiero para sus celebraciones, hago pan
todos los fines de semana, gasto lo que no tengo en comprar libros de cocina
nuevos, veo películas que tengan que ver con cocina, entre tantas cosas. Amo a
Julia Child, a Jamie Oliver y a Nigella (si sufrí cuando supe que su marido la
había agredido en público). Si no cocino siento que me falta algo, sueño con
tener un restaurant y moría de ganas de escribir en el blog de nuevo.
Nota: En ninguna parte de esta película existe el ítem comida, pero pueden verla deleitando un rico pita con palta, champiñones salteados por mí –sí, por mí–, jamón y un té verde, tal como lo hice con mi amiga Coni el otro día que me invitó a conocer su plasma nuevo.
Si hay un buen recuerdo que tengo de mis tiempos escolares, es esa vez que nos llevaron (a los dos séptimos, el A y el B) al auditorio del colegio a ver una película para rellenar la hora de clases que no tendríamos.
La película: “10 things I hate about you”. Un título que no prometía nada, y una carátula que sólo hacía pensar en otra-tonta-película-gringa-sobre-adolescentes-perdidos-y-sin-valores. Mas!!!! Erré en mi prejuicio.
Además de no encontrarla para nada estúpida (exceptuando los típicos elementos de la idiosincrasia juvenil yankee), cuando se apagó la tele gigante (inversión de las monjas para el Mundial del 98’) algo en nosotras había cambiado. No sé qué fue, pero supongo que Shakespeare sí que sabe. Porque su historia de amores imposibles, apuestas y desengaños, adaptada a un género de comedia juvenil, funciona al transmitir lo inefable y mágico de las relaciones. Sea en la Padua del siglo XVI o en los pasillos de una secundaria norteamericana en los inicios del 2000.
Ahora, una generación completa después, esbozo una gran sonrisa cuando alguien me la recuerda. El sólo hecho de imaginar al delicioso Heath Ledger (Q.E.P.D.) burlando a la autoridad de Padua High School para entonar Can’t take my eyes off of you me derrite (así como a mi amiga Coni quien jamás había visto este clásico que es un must a los 13 años, e incluso a los 25).
Y me da una rabia haber ido en un colegio sin Heath Ledgers. Y los Ledgers que existían no tenían esa sensibilidad artística-romántica propia de las comedias de amor (ni de ningún otro tipo).
Pero como la primavera, y la reciente compra a mi dealer de películas de esta maravillosa cinta, me tienen feliz y sin odios, ahora les ofrezco mi propia lista de las 10 razones por la que la amo:
1. Amo su banda sonora, sobre todo My Reputation de Joan Jett (música incidental de la serie de culto Freaks& Geeks. Sí, donde aparecía un joven James Franco).
2. Amo a Patrick Verona (sobre todo en su memorable escena muscial) y su personaje rudo-tierno que me hace creer (cada vez que la veo) en que existen guapitos no nerds, sensibles (pero no pegados como lapa) y con una espalda maravillosa como la de Ledger.
3. Amo haberme creído niño malo como Kat Stratford (exceptuando su escena de topless, recurso al cual aún no he tenido que echar mano), llegando a usar pantalones extremadamente sueltos, un peto bien apretado y el pelo escondido en un jockey a lo Muñeca Brava (que supongo que mantenía alejados a los guapitos) ¡NUNCA MÁS!
4. Amo los ojos del pequeño ser de Cameron (Joseph Gordon-Levitt) que sólo aprendió francés para conquistar a la girly girl de Bianca (Larissa Oleynik). El prototipo de mujer de la cual se enamoraban todos a los 15, y que aún se siguen enamorando sabiendo que son unas arpías.
5. Amo que esté basada en un clásico de Shakespeare (La Fierecilla Domada) al igual que la gran teleserie La Fiera.
6. Amo que la ruda de Kat (Julia Stiles) lea un poema para Verona que no rima en lo más mínimo en frente de toda la clase (Eso sí que es jugado).
7. Amo que Patrick le regale una guitarra eléctrica en vez de un anillo, a modo de reconciliación (yo caería con eso). A mí me regalaron una para mi titulación. Si sirve como comparación.
8. Amo que sea una película que no pretenda nada más que hacerme sentir de 15 nuevamente.
9. Amo poder ver esta película mil veces seguidas sin aburrirme y hacerme feliz, así nada más.
10. Y por sobre todo amo el diálogo final:
Patrick: Bonita,
no.
Kat: Una Fender Strat.
¿Es para mí?
Patrick: Sí. Creo que
la podrás usar cuando
empieces tu
banda.
Patrick: Tenía algo de
dinero extra. Un idiota me pagó para
que saliera con una
chica estupenda...
Kat: ¿Es eso
cierto?
Patrick: Sí, pero lo
estropeé todo.
Me enamoré de
ella.
Kat: ¿En serio?
Patrick: Además, no
todos los días encuentras una chica
Aclaración: El Tai, a veces amigo mio, me dijo que mis datos
eran muy burgueses, por lo que de aquí en adelante daré datos de picadas del
centro.
Hace dos años salí con un protoabogado, bien buenmozo y que andaba terneado
(me gusta esa palabra aunque sea poco elegante). Yo aún era universitaria,
tenía todo el tiempo del mundo, y él era estudiante y procurador, por lo que
había que hacer magia para vernos.
El delicioso plato de mi amigo Víctor.
Solíamos ir a almorzar al “Marijo”, que no estaba en Miraflores como hoy en
día, sino en la pequeña calle Máximo Humbser, muy cerca al nuevo local. La
comida era sencilla, sabrosa y de escala pequeña. Siempre tenían un plato
vegetariano y bien elaborado. El local era chico y atendido por sus dueños. Hoy
las cosas son distintas, ampliaron la escala. Tienen muchos comensales, se
demoran en atender y no tanto en traer la comida. Hay un montón de mesas y
garzones.
Hace unas tres semanas (un martes de crisis, porque el lunes veo el
remplazante y sólo pienso en lo que se me viene el próximo año haciendo clases)
fuimos con la Gabi -de la que ya le he hablado- y Víctor, mi nuevo mejor amigo
del trabajo. El tema de conversación, por supuesto era ambiente escolar, aprendizaje,
vulnerabilidad (mi palabra preferida) y la clásica pregunta ¿la realidad es
como la serie?
Mientras yo preguntaba todo esto, pedíamos la comida. La carta la encontré
bastante enredada; hay como cinco tipos de menú dependiendo del precio y de la
calidad de la comida. Ese día pedí pastel de choclo, plato único a $3000;
Víctor, carne con papas fritas(venía con ensalada, jugo natural de piña
azucarado y postre). Todo por $3000. Y la Gabi pidió el menú del día ($2200).Un
acierto, budín de atún con puré y con los agregados antes mencionados.
Los platos llegaron rápido. Todo perfecto hasta que probé mi pastel:
estaba frío, el pollo crudo y la pastelera fría. Le faltaba horno.
Como últimamente no ando tan mañosa mandé a pedir que lo pusieran en el microondas
y quedó perfecto. Por supuesto que mis ojos son más grandes que mi estómago
(desde pequeña que me lo han dicho) así que me comí un tercio del pastel,
pero el resto, se lo comió Víctor.
Al final la experiencia no fue como recordaba, tal vez antes cuando era
estudiante mi paladar de comida era menos riguroso o también puede ser que con
la adultez se fue la gracia del lugar. Me inclino más por esta segunda opción.
Aunque el otro día fui a darle una segunda oportunidad y el menú no me falló.